Relatos Cortos
"Bajo el Puente"
Enredaba Dorotea entre desperdicios y lanas rotas. Bajo el puente. Removía las basuras con sus manos regordetas, dentro de sus guantes recosidos, hechos más de parches que de lana, pues de la original quedaban apenas pocos hilos. Sacando un reloj de su bolsillo, consultó la hora. Marcaba la manecilla hacia una delicada flor.
– ¡la hora de la manzanilla! .- pensó.
Sopesó la bombonera que colgaba de su cinto y, acercándosela al oído, escuchó el tintineo de su interior. Sí, parecían monedas de las pequeñas. ¡Qué feliz se tornó su cara! Tomaría manzanilla para calmar el dolor.
Dos columnas más allá, bajo el mismo puente, tenía Agapito buen negocio. Un chiringuito cochambroso repletito de cacharros. Unos colgaban de su abrigo. Otros alfombraban el asfalto. El más grande de todos siempre humeaba sobre un fuego. Una lumbre por el día y una estufa en las noches de invierno.
A través del humo del caldero vio Agapito acercarse a una flor prendida de un sombrero. ¡Ya se acerca Dorotea!, pensó jubiloso.
-Buenos días Agapito. Una manzanilla, por favor.
Por toda respuesta Agapito sintió rubor.
– ¡Qué chirriante es a veces la vida! ¿será esto lo que llaman amor?
Apenas unos rescoldos de juventud se encendieron entre ambos cuando la mano de Dorotea tomó la taza de manzanilla de la mano del mendigo. Al olor de las florecillas que en el caldo flotaban, recordaron conmovidos una historia de amor lejana. Cuando el destino les vistió de pobreza, separados les dejó. Y en manos del olvido nunca más se supieron, nunca más se llamaron. Hasta que, pasados muchos años, en brazos del azar a este puente llegaron.
Pero ¡Ay! que sólo de refilón su memoria les encontraba. De cuando en cuando. Y en cada cuando, Agapito cortejaba a la bella Dorotea.
– ¡Si me haces una manzanilla, todo podría pasar!.- decía ella.
De nuevo sonaba el reloj en el bolsillo y claro estaba que el tiempo corría. Dorotea se apresuró a consultar la posición de la manecilla, que ahora señalaba hacia una pequeña nube.
– ¡La hora de la lluvia!.- exclamó.
Y como una serpiente escurridiza de la mirada de Agapito se zafó, yendo a buscar su paraguas que en la vieja caja encontró. Un paraguas sin sombrilla, hecho sólo de varillas.
– Está viejo. Como yo.
Había pasado el día y era hora de recapitulación. Con un bolígrafo dibujó en la cuartilla, antes de que la lluvia se llevara la tinta, una flor, una nube y un paraguas sin sombrilla. Pero algo se le olvidaba. Un detalle, o quizá dos. Firmó abajo, en una esquina: “para Agapito, con Amor”.
"El Perro Flaco"
¿Habéis notado alguna vez como si sobre vuestras cabezas volaran diablillos, brujos y brujas que mueven vuestros hilos, haciéndoos perder el control sin permiso? Pues de algo así trata el cuento que os voy a contar hoy…
Había una vez un perro flaco. Tan flaco, tan flaco, que visto de frente era una línea vertical. Había una vez un hombre gordo. Tan gordo, tan gordo, que lo miraras por donde lo miraras siempre era redondo. Y había una vez un árbol frondoso y altísimo que vivía en medio de un pequeño parque situado al lado de mi casa, en el Barrio del Duende Rojo…
El perro y el hombre vivían bajo la gran sombra de las ramas del árbol. Daba igual que fuera de día o de noche, pues el caso es que el árbol siempre daba sombra.
Cada mañana, el hombre gordo ponía al perro flaco su collar, al que ataba una cuerda de esparto, y le sacaba a pasear. Recuerdo la primera vez que me crucé con ellos. Tuve que darme la vuelta dos veces para comprobar que realmente se trataba de un perro, aquello de lo que tiraba el hombre gordo. Y cada tarde, después de pasear, los dos volvían a la agradable sombra del árbol.
A su modo, los tres eran felices. Y cada día los tres hacían exactamente lo mismo que el día anterior. Yo les veía desde la ventana de mi casa y me preguntaba cómo era posible que no se cansaran de repetir siempre lo mismo. Quizás su monotonía y su simpleza eran la clave de su aparente estabilidad.
Cierto día, en ese barrio en el que yo vivía, ocurrió algo insólito. Tan insólito, que aún hoy me pregunto qué, cómo y por qué.
Eran las seis de la mañana del domingo de un tres de diciembre. Curiosamente la misma hora, el mismo día de la semana y la misma fecha en que yo nací. No es que me guste madrugar, desde luego no es santo de mi devoción, pero desde hacía días rondaba en mi cabeza el argumento de una historia algo… diferente. Escribo para la columna de cuentos del periódico local, “El Duende Rojo”, dos veces por semana, con gran éxito, tengo que admitir. Y tengo un pequeño club de incondicionales lectores, entre ocho y diez años de edad, a los que invito los fines de semana al jardín de mi casa para prepararles una sabrosa merienda y leerles en primicia las próximas publicaciones, pues son los mejores críticos y admiradores.
Pues bien, a esa hora de ese frío día de invierno, estaba con los ojos abiertos como platillos, enredada entre las mantas de mi cama, y deliciosamente calentita, moviendo mentalmente de un lado a otro las nuevas ideas, en una imaginaria hoja de papel: que si un árbol, que si un perro flaco, que si un hombre gordo…, cuando me pareció escuchar campanillas al otro lado de la ventana. Pensé que el viento estaría jugando con el carrusel de metal que colgaba del tejadillo, un regalo de mi amigo Skipi, el dueño de la taberna “El Duende Rojo”, pero las campanillas eran demasiado rítmicas e insistentes. De pronto, los gatos del barrió comenzaron a maullar lastimeramente y un sonido aterrador me hizo saltar de la cama como un resorte sobre las baldosas frías. Era el reloj de mi abuelo, olvidado desde hace años, que comenzó a tocar seis campanadas:
¡TONG! Con la primera campanada mi cara se volvió pálida; “¡Es…Es…Es el reloj que lleva parado veinte años!”
¡TONG! Con la segunda campanada mis pies volaron de un salto y me encontré de nuevo sentada en la cama, mordiendo las sábanas con todas mis fuerzas y agarrada a mi cojín de hilo blanco. Y Grité…
¡TONG! A la tercera campanada se apagaron todas las farolas de la calle y las farolas del parque y los faroles de los porches de las casas. Y un gran resplandor, rojo como el fuego, se filtró por los cristales. Y Grité…
¡TONG! A la cuarta campanada la ventana de mi habitación se abrió de par en par dejando entrar un vendaval de aire caliente con un pestilente olor a azufre. Y Grité… aún más fuerte.
¡TONG! Con la quinta campanada, ya con el pulso acelerado, el corazón latiendo a mil por hora, con los pelos de todo el cuerpo erizados como alfileres, con los ojos inyectados de terror y con todos mis sentidos concentrados en la ventana abierta, toda la casa rió a grandes carcajadas. Y las casas de los vecinos, como cientos de ecos malvados, repitieron las risas una y otra vez, una y otra vez. Y yo quise gritar… pero ya no puede.
¡TONG! A la sexta campanada se hizo el silencio. Mi respiración se entrecortaba hasta producirme una sensación angustiosa de mareo. Y en mi cabeza sólo un ¡Dios mío!,
¡Dios mío!, ¡Dios mío!
Como pude, saqué una pierna de entre las sábanas y muy lentamente coloqué el pie derecho en el suelo. Apoyé todo mi peso en la baldosa fría y salí rápidamente de la cama, sin soltar el cojín de hilo blanco. Todo estaba teñido de luz roja, como la del laboratorio de fotografía del periódico, y hacía calor. Escuché susurros en la planta de abajo; eran una mezcla de alientos y de eses, pero no pude distinguir ni una sola palabra coherente. ¡Claro, que nada de lo que estaba pasando era coherente!
Corrí hacia el teléfono, que había dejado cargando en la repisa del cuarto de baño, con la intención de pedir ayuda o de hablar con cualquier persona sensata que me confirmara que todo esto era una pesadilla, que no estaba sucediendo. Al menos no en mi casa.
Pero no llegué al cuarto de baño. En cuanto dejé mi habitación y salí al pasillo, no pude reconocer ningún objeto, mueble o espacio de mi propia casa. Miré desconcertada a mi alrededor. Me encontré descalza, en pijama, en medio del andén de la Estación de tren, aún agarrada a mi cojín de hilo blanco, mientras en mi cabeza resonaban las seis campanadas del viejo reloj olvidado, los susurros, los alientos y las palabras incompresibles. Creo que después debí perder la consciencia…
Algo rozó mis piernas. Algo que me devolvió al frío del amanecer de ese tres de diciembre. Sentí el invierno helado pegado a mi piel, pesando sobre el pijama de dos piezas, y mi respiración entrecortada que me hacía castañear los dientes. ¿Cómo había llegado hasta allí? Al bajar la vista descubrí una línea vertical. Tuve que mirar dos veces para darme cuenta de que a mi lado estaba el perro flaco, el del hombre gordo que vivía bajo la sombra del gran árbol del parque.
Y mirando más abajo lo descubrí: mis pies ya no tenían dedos, sino largas extensiones de raíces de árbol; y mis piernas ya no eran dos, sino una, de gruesa y rugosa corteza de madera; y mis brazos y los dedos de mis manos eran enormes y frondosas ramas cubiertas de diminutos cojines de hilo blanco.
Desde aquel día, el árbol del parque sacaba de paseo al perro flaco, cogido su collar con una cuerda de soga. Venían a visitarme a la estación de tren, aunque ya no buscaban la sombra. Y el hombre gordo se instaló en mi casa, en mi escritorio y en mi silla, y cada fin de semana preparaba estupendas meriendas para los niños que acudían ansiosos a escuchar los cuentos que él escribía para el periódico local “El Duende Rojo”. Y yo me sigo preguntando qué pasó, cómo y por qué; qué partida de póquer repleta de faroles han querido jugar con nosotros los diablos, brujos y brujas sin dejarnos ganar siquiera una mano.
Al invierno siguiente uno de aquellos niños paró a mi lado antes de coger un tren. Llevaba en su mano un teléfono móvil con un duende rojo bordado en la funda. El teléfono sonó con seis campanadas y al otro lado de la línea pude escuchar una voz en un susurro que decía: “Había una vez una mujer con un cojín de hilo blanco…”